viernes, 24 de diciembre de 2010

Un chino en Houston.


Narradora de las chanzas y sinsabores del bailarín chino Li Cunxin, esta producción australiana se muestra mucho más preocupada en exponer su nada velada vertiente política (eminentemente crítica con el régimen maoísta), que en desarrollar su también evidente faceta de drama biográfico.

Anteriormente, películas como ¡Vivir! (1994), de Zhang Yimou, Balzac y la joven costurera china (2002), de Dai Sijie, o Memorias de China (2004), de Jiang Xiao, ya se atrevieron, desde los márgenes del melodrama costumbrista, a cuestionar el despotismo, la manipulación y la opresión que se vivía en China bajo el yugo comunista. Pero, a diferencia de la película del veterano Bruce Beresford (director de la aclamada Paseando a Miss Daisy), ninguna de ellas cayó en el error de hacer una comparativa entre oriente y occidente.

Y es que El último bailarín de Mao nos presenta, de manera algo capciosa, unos EE.UU que, bajo el mandato de Ronald Reagan, alcanzan el falsario estatus de paraíso terrenal y de centro mundial de la libertad y la abundancia. Un discurso que, a todas luces, resta emotividad (y credibilidad) al relato, que podría haber funcionado bastante bien si esta deriva “capitalista” hubiera sido más moderada.

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