miércoles, 18 de febrero de 2009

Brillante metáfora


Al ver The Reader, uno, que es españolito de a pie, no puede más que sentir envidia sana. Y es que comparar cinematográficamente el nuevo film del británico Stephen Daldry (Billy Elliot, Las horas) con cualquiera de las chabacanadas que ocupan las nominaciones a los Goya 2008 equivale a comparar a Dios con un mendigo. No menos ridícula resulta dicha comparación si la hacemos desde el punto de vista discursivo, aspecto en el cual me voy a centrar.


Mientras que aquí, para hablar de nuestras miserias históricas (Guerra Civil, Dictadura Franquista y Transición), nos andamos con rodeos, medias verdades o recurrimos al cansino costumbrismo, Daldry, para reflexionar sobre el horror nazi y la corresponsabilidad de la sociedad alemana en el Holocausto, se ha valido de una historia sencilla a la par que profunda y elocuente.


No nos equivoquemos. The reader no es una historia de amor imposible entre un adolescente y una mujer madura. Tampoco es un drama judicial con el nazismo como telón de fondo. The Reader es mucho más que todo eso, es una perfecta metáfora sobre el doloroso y ambiguo sentir de la sociedad alemana frente a su pasado nazi. Michael, el protagonista de la película, además de un joven enfermo socorrido por una atractiva mujer, representa a la insana sociedad alemana de entreguerras. Por su parte, Hanna no sólo es la ignorante y maternal mujer que seduce a Michael, ella simboliza a la prometedora patria nazi, la madre patria.


Después del idilio viene la cruda realidad, la certeza de lo que esta mujer, carcelera nazi acusada de dejar morir quemadas a 300 personas, fue capaz de hacer. Michael, como la sociedad germana ante la contemplación de los campos de exterminio, está confuso: ¿Cómo esa atractiva, bondadosa y complaciente mujer que le sedujo y le ayudó cuando él más lo necesitaba fue capaz de cometer semejante crimen? La respuesta sólo puede ser una: tras el llanto desconsolado y la decepción, sólo queda la autocrítica y la asunción del pasado. Tomemos nota por estos lares.

domingo, 1 de febrero de 2009

Duda razonable


Un año después del asesinato de JFK, una escuela católica de los EEUU se debate entre el tradicionalismo docente de su directora, interpretada por la veterana Meryl Streep, y el aperturismo humanista del párroco del colegio, personaje a quien da vida Philip Seymour Hoffman. Entre ambos hallamos ejerciendo de bisagra a la hermana James, una joven monja, profesora del colegio, cuyas dudas a la hora de tomar partido por uno u otro bando serán plenamente compartidas por el espectador.


Galardonada con los premios Pulitzer y Tony, “La duda” se trata de una pieza teatral adaptada a la gran pantalla por su propio autor, John Patrick Shanley, director también de la intrascendente Joe contra el volcán (1990). Shanley no sólo se muestra mucho más serio y profundo que en su debut cinematográfico, sino que, lejos de conducir su nuevo film por los fáciles derroteros del maniqueísmo más primario y visceral, mantiene hasta los créditos finales nuestra incerteza acerca de los verdaderos sentimientos y motivaciones de los dos “contendientes”. ¿Es la hermana Aloysius Beauvier una malintencionada mujer interesada en desacreditar al padre Brendan, o bien es la única que ve las secretas e indecentes intenciones que éste tiene sobre un alumno de color recién llegado?. Quizá deliberadamente, esta duda irresoluta acabará eclipsando el debate educacional planteado minutos antes y confundirá las verdaderas intenciones del film, haciendo así honor al título de la película y alejándose de otras que, como Priest o Las hermanas de la Magdalena, únicamente pretendían afrentar a la Iglesia católica.


Como no podía ser de otra manera, La duda se mueve por unos parámetros bastante teatralizados. Sus acciones, que transcurren en interiores y escenarios limitados visualmente, encuentran en la dialéctica y en los envites verbales su principal dinamizador. Indudablemente, la severa interpretación de Streep y la apaciguada melancolía que casi siempre desprende Seymour Hoffman dotarán a estos diálogos de mayor profundidad y carga dramática. Sin embargo, no nos encontramos ante un mero ejercicio de teatro filmado. John Patrick Shanley acompaña diálogos e interpretaciones con un buen surtido de imágenes simbólicas que de forma bella y constante subrayarán muchos de los sentimientos de sus personajes, confirmándole de paso como un director conocedor del medio, y no como un prestigioso literato que se sitúa detrás de una cámara para adaptarse a sí mismo.