martes, 16 de diciembre de 2008

El futuro ya está aquí.


El disenso y los traumas que entre 3 hermanos (2 hombres y una mujer de edad madura, para más señas) ocasiona el reparto de una valiosa herencia, compuesta básicamente por obras de arte y un gran caserón campestre, bien podría resultar un argumento más propio de los intereses de la alta burguesía francesa que de los del común de los mortales. Sin embargo, tal lectura no sería más que una valoración simplista, irreflexiva y bastante desacertada de lo que la nueva película del ex-redactor de “Cahiers Du Cinéma”, Olivier Assayas, nos depara, que no es poco.


Las horas del verano nos ofrece reflexiones mucho más hondas y universales que las banales disyuntivas que se generan tras la muerte de "la mère" entre un grupo de franceses acomodados. Puede sonar a diatriba antisistema salida de la boca del señor Michael Moore o de las páginas del último libro de Noam Chomsky o Naomi Klein, pero lo cierto es que las preocupaciones plasmadas en la nueva película del director de Finales de Agosto, principios de Septiembre enraízan directamente con aquellos ensayos sociológicos sobre las nuevas formas de vida en el denominado “capitalismo flexible”.


La inmediatez, el desarraigo, la cuantificación, el materialismo o la deslocalización son peajes que el nuevo orden está imponiendo a nuestra sociedad occidental en detrimento de los valores de un mundo casi extinto, el de nuestros padres y abuelos. En otras palabras: familia extensa, lealtad, referentes morales, el mundo de la memoria o el valor intangible de lo afectivo son conceptos que parecen estar condenados a desaparecer en una realidad regida casi en exclusividad por la globalización más salvaje y absoluta. Es lo que el sociólogo británico Richard Sennett llama “la corrosión del carácter” cuando afirma que “las especiales características del tiempo en el neocapitalismo han creado un conflicto entre carácter y experiencia, la experiencia de un tiempo desarticulado que amenaza la capacidad de la gente de consolidar su carácter en narraciones duraderas”. De todo esto, y no de las disputas sobre el legado de mamá, es esencialmente de lo que habla Las horas del verano. Casi nada.


Pero no os asustéis. Assayas no es un proselitista que se valga de arengas incendiarias o de una densa y cansina obra-ensayo para expresar su discurso. Lo suyo es Cine fino y, por ende, empuña unas armas aparentemente inocuas pero mucho más sutiles y efectivas: un intimismo costumbrista alejado de la sensiblería y el maniqueísmo, y basado en la expresividad de los diálogos y los gestos.


Asimilado su alegato, al cineasta galo se le puede acusar de ser excesivamente nostálgico, pero no de vivir en la inopia. El capitalismo flexible está aquí, entre nosotros, transmutando los valores del pasado y las tradiciones, eso es indiscutible. Si lo que nos depara es mejor o peor que aquello a lo que substituye ha de valorarlo cada cual, aunque el director ya lo tiene muy claro. Sin embargo, tras esta visión desencantada, Assayas deja una puerta abierta a la esperanza. La esperanza en la disidencia de unos pocos que huyen de la corriente mayoritaria y que están representados por esa pareja de jóvenes que, en el último plano del film, corre hacia un mundo bucólico y desconocido, lejos de la estruendosa fiesta de despedida que se está celebrando en el ruinoso caserón de la madre muerta. Elocuente estampa, sin duda.