miércoles, 24 de noviembre de 2010

Padre e hijo.


Mirada íntima, pausada y antropológica a las interioridades de una familia judía compuesta por un rabino, su esposa y su hijo pequeño, y que se centra, esencialmente, en la relación que mantiene el mentado rabino con su vástago, una relación paterno-filial marcada por el autoritarismo y la desatención de aquel a causa de su excesivo fervor religioso.

En su ópera prima, el israelí David Volach documenta fidedignamente algunos de los ritos y tradiciones hebraicas, y se muestra delicado en su tratamiento; parsimonioso y contemplativo, en su exposición; y, en sus trágicas conclusiones, crítico hacia el fanatismo judaico.

Nos hallamos, pues, ante una apuesta arriesgada e interesante, pero no apta para espectadores convencionales: a la tibieza de su denuncia, My Father, My Lord suma también un exasperante ritmo, tan retardado y poco ágil que puede llevar al tedio más absoluto hasta al más paciente y predispuesto.

viernes, 12 de noviembre de 2010

¿In...sufrible?


Supuestamente basada en hechos reales, Imparable, el nuevo trabajo del pequeño de los Scott, da cuenta de un caso de colisión ferroviaria que fue salvado in extremis por dos esforzados maquinistas en algún lugar de los EE.UU.

Mucho más cercana al género de las disaster movies que al thriller al uso (categoría en la que erróneamente se la ha querido encuadrar), la película nos ofrece una historia propicia para la realización inquieta y adrenalítica propia de su director: multicámara, fragmentados montajes en paralelo y ritmo vertiginoso a golpe de abundantes y repentinos cortes.

En el apartado actoral, el carismático y rentable D. Washington, que repite en su papel de héroe de a pie, se confirma como actor de cabecera de Tony Scott (tras El fuego de la venganza, Déjà vu y Asalto al tren de Pelham) y nos ofrece una interpretación correcta y sin errores de bulto, al igual que su compañero de reparto Chris Pine (Star Trek, Infectados).

Y es que realmente, no hay nada de lo que acontece en la pantalla que esté clamorosamente mal, que resulte insidioso o que caiga en el gazapo. No es posible concretar ningún aspecto reprensible en la realización, en el guión o en las interpretaciones... pero todo el conjunto es tan rutinario y convencional, tan reiterativo y poco sorprendente, tan poco interesante, tan cansino y trillado, que a uno le resulta casi imposible no descolgarse de la historia cual vagón desenganchado de un tren en marcha.

sábado, 6 de noviembre de 2010

¿Dónde están las armas de destrucción masiva?


En su arranque, al exponernos las dificultades que tiene una pareja madura en conciliar su vida marital y familiar con su trabajo de informadores secretos, Caza a la espía podría pasar por una versión dramática de Mentiras arriesgadas o de Señor y Señora Smith, película esta última dirigida también por el propio Liman.

Sin embargo, esta adaptación de las memorias de Joseph Wilson y Valerie Plame -dos agentes de inteligencia que fueron relegados al ostracismo por la administración Bush a causa del incómodo testimonio que representaban- es mucho más cercana al thriller político de los 70 que a cualquier fabulación aventurera.

Liman, consciente de la seriedad del berenjenal en el que se mete, procura de manera demasiado consciente no perder los papeles con derivas argumentales que pudieran parecer accesorias. Pero este exceso de celo y solemnidad resulta totalmente contraproducente al vaciar a la película de un interés argumental que vaya más allá de la evidencia, de lo que el espectador ya sabe o de lo que ya intuye desde el principio.

Resulta curioso ver como el creador de la exitosa saga Bourne, una trilogía que conjuga perfectamente acción con “trascendencia”, aquí se muestra incapaz de aplicar esta fórmula, renunciando, quizá por bloqueo, a cualquier conato de entretenimiento.

Lo peor es que en su faceta dramática y de denuncia, que parece ser la única que le interesa desarrollar al director, Caza a la espía tampoco funciona. Primero, porque su realización fragmentada, válida para narrar las pesquisas de Jason Bourne, no casa demasiado con el tono del film (los torpes insertos de imágenes reales de Bush JR. tampoco despejan esta sensación). Segundo, porque los siempre notables Penn y Watts nos ofrecen unas sus interpretaciones más desganadas y rutinarias de sus respectivas carreras.

Sin duda, era necesario afrontar por fin, desde la ficción cinematográfica, el espinoso tema de la invasión de Irak, así como denunciar la manipulación informativa de la que la administración Bush se valió para justificar su guerra contra el eje del mal, pero cuestión tan importante merecía un tratamiento más eficaz y productivo, un tratamiento como el que Paul Greengrass, precisamente otro de los responsables de la saga Bourne, aplicó este mismo año en Green Zone.