viernes, 24 de octubre de 2008

Charlie Kaufman: Imitando a la vida.


Durante el visionado de Synecdoche, New York, la primera sensación que servidor tuvo fue de grata familiaridad, de que lo que estaba presenciado reedita con esmero y soltura aspectos estéticos, temáticos y tonales ya vistos en películas tan estimulantes como Olvídate de mí!, Cómo ser John Malkovich y Adaptation. Una sensación que va más allá de la mera obviedad (Charlie Kaufman, director de Synecdoche, New York, fue también guionista de esos tres filmes), y que reabre el debate acerca de la verdadera autoría de una Película, ya que ratifica de tal manera la impronta de los guiones de Kaufman en las obras de Gondry y Jonze, que sitúa a ambos realizadores en una posición, cuando menos, incómoda.

Finalizada la proyección, la segunda impresión que se me generó es la de haber asistido a algo monumental, inabarcable, rayano a la genialidad y huidizo a los límites de mi comprensión inmediata. Kaufman, en su ópera prima, lleva los ítems de sus anteriores guiones a la pirueta más mortal de todas las que se han visto: la de hablar de la vida y el tiempo amasándolos cual Marcel Proust metido a cineasta o Tarkovsky posmoderno. Ese tiempo, esa vida, son los de Caden Cotard, un particular director teatral cuya existencia queda en “stand by” tras el abandono de su mujer y su hija. Después del trauma emocional, los acontecimientos se sucederán sin demasiado énfasis alrededor del pasivo y melancólico señor Cotard, a quien sólo motiva el estreno de su nueva obra, un montaje mastodóntico con el que pretende reproducir su propia existencia y con ello el fluir vital de la ciudad de Nueva York.

Synecdoche, New York es deliberadamente irregular, saludablemente autoparódica y obligadamente autoreflexiva. Y es que allí donde cualquier artesano del Cine se contentaría con la noble labor de entretener sostenidamente, Kaufman se empeña en ir más allá, en provocar a lo largo del metraje infinidad de reacciones, algunas de ellas totalmente opuestas a una valoración positiva del film: curiosidad inicial, indispensable y obligada; tedio casi constante, causado por el inquebrantable abatimiento de su protagonista; sorpresa, por lo jeroglífico del argumento; admiración, fruto de la belleza y originalidad de las imágenes; absurdo, siempre de la mano del onirismo bien plasmado; empatía y complicidad, ante lo vívido del drama del personaje principal (convincentemente interpretado por un Seymour Hoffman cada día mejor); y, finalmente, el estupor y sometimiento que acarrean la grandeza y complejidad del entramado metavital exhibido.

En definitiva, nunca fue tan apropiado admitir que un nuevo visionado siempre es conveniente para comprender mejor un film, y tampoco es excesivamente osado vaticinar que Synecdoche, New York será un estrepitoso descalabro comercial. Que se convertirá en una nueva película de culto sí que es una convicción personal algo más ciega y arriesgada que el tiempo ratificará o desechará en un futuro no muy lejano.