viernes, 8 de febrero de 2008

VAMPIROS EN ALASKA.


Ni sus inmejorables credenciales (producción de Sam Raimi y segundo film del director de Hard Candy), ni su notable factura técnica (ambientación gélida muy conseguida, buenos efectos sonoros y digitales, importante labor de maquillaje), ni tan siquiera la estimable ejecución de David Slade, que combina de manera interesante la explicitud más gore con el fuera de campo, salvan a 30 días de oscuridad de la decepción. Un poco preciso guión acaba imponiéndose a todos los atractivos antes señalados. Y es que los 30 días de asedio a que son sometidos los escasos supervivientes de Barrow (Alaska) por parte de un grupo de salvajes vampiros, no están bien puntuados ni definidos en ningún momento de la película: las elipsis no saben ponderar adecuadamente el transcurso del tiempo, la mella que el paso de los días debiera imponer en los acorralados no queda convenientemente reflejada (ni psicológica, ni físicamente) y, por último, la incapacidad de los vampiros (que, no lo olvidemos, huelen la sangre a kilómetros de distancia) para encontrar a su víctimas resulta, cuando menos, extraña, por no decir inverosímil. Seguramente, si los chupasangres hubieran sido algo más avispados y el periodo en que sucede el relato reducido a un par o 3 días, éste hubiera resultado muchísimo más efectivo y creíble, aunque estas decisiones posiblemente hubiera supuesto también una licencia demasiado inadmisible para los fans de la fuente original, un cómic homónimo obra de Steve Niles y Ben Templesmith.

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